Ficción 2: El Código

Modorra. Así lo llaman.

Eran las ocho de la noche y ambos olíamos a sexo made in Perú. Ambos con ese inmovilismo de quien sabe que ha hecho algo sin saber qué. A esas alturas, en que pensamos si valió la pena las treinta y cinco lucas, especulaba sobre mejores alternativas de fabricación de placer: hecho en casa, hágalo usted mismo... Recordaba un lugar en que todo era fácil o nada era tan difícil, que para el caso es igual.

Un abrazo. Sólo eso. No me costaba nada, al menos no más que las treinta y cinco lucas. Pero preferí continuar mirando el techo. Ya en otra ocasión la había rodeado con mi brazo mientras mi pulgar jugaba con su pezón enrojecido. Un calco nomás. Una repetición a pedido del público. Nada me costaba. Debí respetar el momento en que, después de tirar como salvajes, volvemos a ser gente, nos acordamos de ser humanos, compartimos el sueño de ellas, la sonsera de que el sexo no viene solo. Y, claro, si no se respetan los códigos nos cae el castigo. Eso lo sé.

Creo que la hubiese abrazado como dictaba el protocolo si no fuera por la tontería que dijo: “A veces me gustaría quedarme así. Me siento bien, se siente tranquilo”. Puta madre, juro que en ese momento oí el chirrido de las cadenas que subían a la cama y, lógico, como una bestia que intenta desatarse le escupí el nombre de la persona que me hacía sentir verdaderamente a gusto.

Sí, justo a la hora del cigarrito se me ocurrió decirle que me gustabas tú. Precisamente ahora que comenzaban a llevarse mejor. Pero no te preocupes, creo que al final ni me creyó. Soy muy bromista. A veces tan pesado. Sólo yo me entiendo. Cómo hago para soportarme.

Estupidez, sí, así lo llamarás. Tú sabes que soy tan estúpido como el sexo sin condón, tan apasionado como el sexo sin condón.

La cama prefiere mentiras, lo sé. Hay códigos que se respetan. Y también hay familias, una reputación que cuidar y una sociedad de mierda que no nos dejaría en paz; eso también lo sé y me jode...

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